Atípico



Cuando nació, todos los familiares estaban preocupados porque el niño en vez de tener dos orejas tenía tres, seis dedos en cada mano, tres fosas nasales, una frente de dos dedos, un pequeño brazo que le salía debajo de la axila izquierda, no tenía tetillas, y el ombligo estaba más arriba. Desde niño siempre tuvo pelos por todo su cuerpo; cuando sonreía se veía un detalle positivo. 

De adolescente en el colegio todos se burlaban de él. Es él, es él –decían algunas niñas a la primera hora de la clase– es muy peludo. Rodrigo estaba acostumbrado a ese tipo de piropos, no le importaba lo que la gente pensara, sabía que asistiendo a la escuela aprendería a vivir mejor dentro de lo que su madre le dijo que no escaparía: el sistema. 

Fue bueno en matemáticas y sus derivados, los cálculos exactos, la física, le gustaba inventar fórmulas y siempre daba con los resultados. Algunos de sus compañeros lo buscaban interesados para que les enseñara sus métodos de aprendizaje, cosa que él hizo, pero que ellos jamás lograron poner en práctica. 

Al cumplir quince años, su papá le regaló un pasaje de ida y vuelta por un par de meses para China. Viaje que realizó solo, hospedándose en la casa de una familia que su papá le había ubicado por referencia de un amigo asiático, que era el dueño del supermercado  Dragón de Oro. Al llegar a Beijing la primera impresión que tuvo fue ver lo extraño que le parecían los hombres del otro continente: de cómo pensaban, cómo escribían, cómo comían, cómo leían, cómo morían. 

Un día, de paseo por una de las plazas de Beijing, conoció a una china de su misma edad. Al poco tiempo se enamoraron y después de salidas constantes se juraron amor eterno. Él, agarrado de otra mano, en un país distinto. Jamás se sintió coartado, al contrario, la familia donde había llegado le recomendaba que se quedara, que allí, que tendría mejor vida que en Venezuela. 

Rodrigo creyó que esa era la solución, quedarse en China, seguirla amando, comer mucho arroz y olvidarse de todo lo que tenía. Pensaba en la posibilidad de quedarse, se hacía todas la ilusiones de una vida junto a amada adolescente, hasta que cayó en cuenta que los pasajes ya estaban próximos a caducar. En una revelación de mediodía, agarrados de la mano en la plaza Tian’anmen, le prometió a su china que volvería para buscarla, que lo esperara algunos años, en los que se convirtiera en profesional. 

Regresó a su país, a terminar su quinto año de bachillerato;  taciturno y sin decirle a nadie sobre sus nuevas experiencias, no quería que cualquiera supiera sobre su plan, y mucho menos levantar sospechas. Terminó el bachillerato. Continuó los estudios en la Universidad. Reunía de a poco el dinero que le daban de mesada. Siempre fue brillante, de reflexiones profundas que causaban sensación; tanto así que le ofrecieron trabajo en un laboratorio en las afueras de la ciudad de Mérida, espacio que con el tiempo fue convirtiendo en su otra casa. Bajaba a la ciudad sólo para comprar comida y alguna bebida etílica. 

Presentó su trabajo de grado en la ULA, que tuvo un revuelo importante dentro del grupo de  profesores evaluadores. Prefirió recibir el título por secretaría. Ese día, después de reunirse con la mamá y el papá en un almuerzo que le brindaron motivado a su triunfo, fue directo a una agencia de viajes para comprar el pasaje que lo llevaría directo a buscarla. Tenía el dinero del pasaje más unos cuantos dólares detallados que había comprado en el mercado negro. La chica de la agencia le vendió el pasaje diciéndole, que saldría dentro de cuatro meses porque los chinos eran muchos y viajaban constantemente. A Rodrigo le pareció un buen lapso de espera porque así daría chance de despedirse tranquilo de su gente, y arreglar algunas fórmulas en las que venía trabajando desde hacía un par de años. 


En el mismo laboratorio, que no entregó sino una semana antes de su partida, vivía tranquilo pensando en Yin, a la que pronto volvería a ver. Faltaban dos días para que se fuera, y en la reunión de despedida que tuvo con sus padres en la casa materna, les dijo que le sacaran una fotografía, porque él no iba a volver tan pronto; se iba a probar suerte a China donde pocos supieran quién era. Buscaron la cámara, sacaron la foto, y en aquella revelación instantánea se mostraban sus secretos. Era el mismo niño, pero más viejo. La cara no se le detallaba por todos los pelos que la cubrían, la nariz un poco más grande, el brazo que salía de la axila no creció más después que cumplió los dieciocho años, a los dedos de las manos les puso anillos plateados, el cabello abundante y recogido, la sonrisa mostraba unos dientes blancos y bien puestos, en el lóbulo izquierdo tenía una argolla de oro, que casi no se detallaba porque tenía muchos pelos alrededor, vestía con una chemise roja, con un hueco en la axila para que le saliera el exceso, de pantalones caqui, correa marrón, unas alpargatas desgastadas y tejidas por los bordes con hilo nylon.

Después de la fotografía, la madre lo abrazó y comenzó a llorar sin parar, lágrimas que las absorbían el contacto con los pelos de Rodrigo, mientras éste conmovido le soplaba su cara con delicadeza para que dejara de llorar. El papá estaba contento porque sabía que allá tendría mejor vida. El día que lo despidieron en el aeropuerto, lloró disimulado al despegar el avión. Allá iba Rodrigo, en búsqueda del amor y la comprensión oriental. 

Después de muchas horas de viaje, el avión aterrizó en el Aeropuerto Internacional de Beijing en días de verano. Todos los pasajeros se bajaron para llegar a la masa de gente que los esperaba en un salón gigante. Parado, desde la puerta del avión miraba el nuevo horizonte, divisando dónde podría estar ella, quien sabía desde hacía un par de meses que él volvería. En un suspiro fuerte reconoció el otro espacio que se convertiría en su nueva vida. Sin precisar a su alrededor, mandaba señales metafísicas a Yin. Cuando entró a la sala de espera, entre el gentío, de pronto, Yin lo haló de la guayabera que lucía, se reconocieron y se abrazaron fuerte en una escena de amor atípica. Las personas los miraban extrañados, mientras la pareja inmutada no se daba cuenta de lo que acontecía en su entorno. 

Al tener la maleta bajo posesión, se fueron en búsqueda de un taxi, que los llevaría al Hotel Beijing Guo Men Lu, que le había reservado, donde viviría hasta conseguir una espacios para los dos. Como Rodrigo no manejaba perfectamente el idioma miraba con atención a Yin, quien le contaba con señas y algunos chillidos los sucesos más importantes que le había ocurrido durante el tiempo que él no estuvo. En sus deseos se proponían, eufóricos matrimonio, idea que ambos intuían prematura, pero que era el siguiente paso. Yin estaba ciega de amor, más linda, madura, el cabello liso y largo, bronceada, con un tatuaje en la ceja izquierda que le daba un toque moderno a su rostro. Ella no había besado, desde aquella vez en la plaza, a otro hombre, igual le pasaba a él con ella. Amor puro.  

Llegaron directo al hotel. En la habitación, los dos enfrentaban una circunstancia diferente. Yin lo miraba sentada en la esquina de cama como queriéndole decir algo, pero que no se atrevía. Mientras él arreglaba el equipaje en el closet y escondía la hamaca que le llevaba de regalo, para dársela en una ocasión especial. Yin cargaba puesta una bata de seda azul, con motivos de dragones multicolores, desde el cuello hasta la caída de los zapatos. En un movimiento, mirándolo a los ojos, desató el nudo que colgaba de su cintura. La bata cayó al piso y ella quedó en una malla entera color rojo medio transparentosa, que moldeaba la 
bella figura de su cuerpo. Rodrigo se veía en una situación comprometedora; erecto él sabía que esa era la bienvenida que se merecía. Yin lo abrazó y lo besó. Ambos comenzaron a encontrarse como si fuera otro descubrimiento de América. Terminaron desnudos. 

Después de pasar once horas en la habitación, salieron en búsqueda de comida. Llegaron a un restoran típico,  se sentaron y pidieron una ración de lumpias, chop suey y arroz especial, que era lo que él conocía. Comieron gustosos y se rían por cualquier bobería. 

Ya entrada la noche, Yin debía volver a su casa, así que, lo acompañó hasta la entrada del Guo Men Lu. Se despidieron con un beso y quedaron en verse al siguiente día. Ella se fue. Él subió a la habitación, pero no se sentía cómodo, estaba cansado pero no tenía sueño, así que decidió salir a tomarse una cervezas en algún bar que se consiguiera a su paso. 

Rodrigo, mientras caminaba, observa que había personas con camiones lavando las viejas arquitecturas que estaban en la calle, se impresionaba del grado de pulcritud que tenían los asiáticos, seguía caminando y veía a más personas lavando, ahora edificios enteros. A las tres cuadras recorridas entró a un bar, pidió con expresiones la cerveza, hasta que lograron entenderle, y se la tomó sentado en la barra.  Empezó a estornudar repetidas veces. Es el humo del cigarrillo, pensó. Miró a su alrededor y vio a uno chinos con tapabocas verdes y blanco, sentados en las mesas. ¿Que será?, se preguntó, mientras se animaba para la segunda. Observa que entraba más gente con tapabocas, quintándoselos sólo cuando iban a sorber un trago. Rodrigo seguía estornudando y se sentía asfixiado. Tomó lo que quedaba de un solo impulso y pagó. 

En cada paso de retorno a la habitación se sentía más pesado. De vuelta, se daba cuenta de su alrededor, parecía que hubiese estado embrujado, o tal vez la llegada no le hacía comprender su nueva realidad. Se fijaba cómo todas las personas andaban con tapabocas puestos, que él no lo tenía, ni entendía qué sucedía.


Llegó al hotel. El recepcionista le da, con una sonrisa macabra un tapaboca blanco. Se montó en el ascensor, en el que volvió a estornudar. Piso cinco, habitación quinientos sesenta y tres. Sacó la tarjeta y abrió la puerta. Era más de la medianoche. Revisó la contestadora porque la luz titilaba; había un mensaje de Yin. Le reconoció la melodía y se acostó a dormir sintiendo que le faltaba aire. Abrió la ventana de par en par y respiró profundo. Se sentía mal. 

Tosía, estornudaba, sentía que los pelos del cuerpo se le caían, el bracito no le respondía como generalmente lo hacía en sus momentos de excitación, en los dedos no había suficiente articulación, se acostó para ver si le pasaba el malestar. Casi no podía respirar. Se llevaba las manos a la cara, se retorcía en la cama. Estaba sólo en una habitación de un hotel en Beijing. Cuando toda su vida le pasó en cuestiones de segundos por una memoria fílmica. Ya no pudo respirar más y se quedó dormido. 

En la madrugada, Yin llegó al hotel y subió corriendo a la habitación. Tocó, tocó, intentó abrir la puerta, gritaba. Le dio una patada y la abrió. De la ventana entraba una brisa fría. Yin miró a Rodrigo, esculcó entre el pelaje y lo veía muy pálido, trató de despertarlo. Le daba cachetadas, lo zarandeaba y él no respondía. Ella comenzó a gritar, y a llorar. 


Había mucho escándalo en el piso, cuando subió el gerente con un traje especial hasta el alboroto para supervisar qué pasaba, consiguiéndose con el suceso. El gerente llamó a los que se encargan de recoger el cuerpo de los muertos extranjeros; mientras que Yin, llorando incontrolada, se despedía de su hombre con neumonía atípica.



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