Baudilio y los perros asesinos




Era arriba en una montaña alta como las que están en el páramo de la sierra andina. Allá donde el oxigeno entra poco  y los pasos deben ser cautelosos. Baudilio, un señor de 63 años, vivía  en una casita humilde, de esas que están unidas sala cocina comedor, con el techo de zinc marrón de tanto tiempo puesto.

Había una frontera en aquella inmensidad donde ni él ni los perros pasaban. En su casa, Baudilio tenía una pequeña colección de mandíbulas secas por el sol. Varias veces tuvo que luchar contra ellos, y a punta de escopetazos pudo salir ileso. Pero atacarlo no era solamente porque los perros querían, sino siempre pasaba algo extraño que ni los mismos perros ni él comprendían del todo.   

Baudilio tenía un hijo llamado Tadeo, que vivía en la ciudad, y lo iba a visitar frecuentemente. Se montaba en el jeep, que su padre le regaló, y subía a llevarle alimento perecedero a su viejo que estaba siempre en las labores de la tierra.

Los perros andaregueaban a escasos tres kilómetros a la redonda de la casa. El viejo sentía la presencia  porque otros animales iban a refugiarse en su casa, como indicándole entre aquella pureza del alma, que tenían una relación paternal con él.

Él solo quería vivir esa vida de ermitaño, pero esa noche volvió a soñar que venían a buscarlo, y con la escopeta detrás de la puerta de su cuarto estaba atento.

Al otro día cayó una lluvia que nunca había visto en el lugar. Pensó que se le iba a caer la casa. Los  riachuelos que se formaban al rededor eran de espanto, parecían pequeños ríos  que no tenían aparente dirección. El agua que bajaba de la montaña traía arrastrados y ahogados a muchos perros asesinos.  Baudilio no entendía aquella señal, tampoco se descuidó y con la escopeta en mano esperó que llegaran los que quedaban vivos.

Entre tanta agua a Baudilio se le movían los cimientos de la casa. Salió al patio, con su chaqueta de jean  y vio como venían. Uno, dos, tres disparos e iban cayendo como piedras.

Por su espalda uno lo lanzo al piso. Disparó al aire, fue lo más que pudo hacer. El agua corría como nunca antes había sucedió en aquella parte de la montaña. En ese instante, los perros supieron hacer lo que tanto soñó Baudilio.  

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