Triángulos alterados



(fragmento, I capítulo)

                          El deseo y el placer, que son fenómenos culturales, antropológicos, secundarios, no explican      a fin de cuentas la sexualidad; lejos de ser factores determinantes, 
están sociológicamente determinados. En un sistema monógamo, romántico y amoroso, 
sólo pueden alcanzarse a través del ser amado, que en principio es único. 


MICHEL HOUELLEBECQ
Las partículas elementales



Sus manos temblaban de la impotencia, quería matarlo y picarlo en trocitos como una vez hizo con su ropa, aquella noche cuando llegó tres días después de haberse emborrachado con sus compadres. Las bellas piernas de Ana Julieta iban pasando la Plaza de Charles Chaplin como si no tocaran el piso. No sabía si ir a su apartamento o seguir caminando hasta Caracas donde vivía su familia, o quizás detenerse en el viaducto, trepar las rejas, el techo y lanzarse como si fuera un Cóndor, alas que hubiese querido tener para llegar al desierto de los Médanos de Coro, o mejor aún hasta el Sahara. 
Sabía que la solución era enfrentarlo, decirle las mil cosas que nunca le había dicho porque a veces con callar y ser sumisa era suficiente. Eso de creer que era el superhombre Nietschiano ya no le importaba, ni sus años de noviazgo, ni el apartamento de La Hechicera que habían empezado a gestar con la Ley de Política Habitacional. Su yo estaba fracturado en mil pedazos. Las arrugas del corazón y del hígado, su cara pálida ante la resignación, era otra vuelta del destino que nunca se imaginó que vendría. Bastó con una llamada al celular que le habría hecho Sara para que le cambiara la vida. Le dijo que habló porque ya no resistió más el silencio de Rodrigo, mostrándole lo que significaba ser una verdadera amiga. 
Ana Julieta la tildó de puta, escuálida, mal amiga, vende patria, de que ella no merecía una amistad así. Le hizo entender el sacrificio que había hecho cuando se conocieron para que su apartamento también fuera de ella, de los días que compartían los espaguetis, los secretos familiares, la borrachera mientras salían de rumba, de algunos lunares secretos...
Sara no sabía qué hacer, si llorar o reír, si lanzarse también por el viaducto o mantener la calma, y creer que Rodrigo se quedaría con ella. Seguir soñando con ir a Nueva York, a París, Madrid, a visitar los museos agarrados de las manos.
La tensión generada entre las dos podría confundirse con un hoyo negro como lo cuentan los teóricos del big bang. Fue mostrar que la física no estaba a favor de ninguno. Parecía que el tiempo lo habían perdido entre las montañas merideñas. Sara no entendía muy bien la retahíla de palabras que Ana Julieta le daba al otro lado del celular, pero estaba segura que Rodrigo se iba a quedar con ella, porque él era de ella y de más nadie. 
Cruzaba las calles aceleradamente y Ana Julieta ya estaba por la Plaza Bolívar. De tanto restregarse la manga derecha de la franela la tenía empapada de mocos y lágrimas. En cada paso le conjuraba a Sara mandarla para el mismísimo infierno, que se pudriera con los perros de Dante, que se convirtiera en un personaje de alguna pintura de Goya, que Aquiles le arrancara la cabeza de un sólo espadazo. Ana Julieta no podía mantener la compostura de gladiadora que era uno de sus atributos. Maldecía una y otra vez a Rodrigo, quien aún no estaba enterado del asunto. Aquella forma de recrearlo cuando hacían el amor parecía un grabado donde dos cuerpos están revolcándose en una sábana de sangre y podredumbre. 
El tormento de aquella temprana tarde era denso. Salían de sus voces internas significaciones que todo lo que pasaba era para bien, pero en el fondo sabía que la verdad no era esa. Sus labios mordían el sabor de la venganza, de echarles a Sara y Rodrigo un ácido en la cara para que quedaran como ahora ella tenían el alma. 
Bajaba por la Av. 3 a lágrima suelta, miraba el centro de la ciudad con cara de desesperanza y el no comprender que todo había sido así, tan brusco, tan fácil, tan lleno de un engaño que no era capaz de reconocerlo. No se daba tiempo de tocar con sus ojos el azul atardecer de las montañas, la hora del venado que tanto le gustaba se había convertido en una escala de grises. 
En su aliento botaba un poco de fuego, “la pequeña dragona de la casa”, como le decía su papá cuando era niña, ahora se había convertido en un dragón verdadero, en la forma de metamorfosearse al saber las injurias del presente. No valieron sus idas esporádicas a la iglesia, ni mucho menos sus rituales místicos en la naciente del Río Albarregas, ahora toda la forma del dolor estaba poseída en su vientre, en sus venas, en su cabeza, en el arroz chino que se había comido antes de saber la noticia. 

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