Guayoyo




Sabía que la taza estaba en el mismo sitio donde la habías dejado, la borra era casi imperceptible, lo noté cuando la iba a lavar, y en ella había figuras que revelaban tu futuro. Las veía pero no podía leerlas, la infusión era muy clara para entender lo que predecía.

Entendimos que cada vez que eso pasaba algún extraño acontecimiento ocurriría; tenías ganas de muchas cosas, de viajar, comprar libros, obsequiarle la muñeca de trapo a tu sobrina cuando la volvieras a ver, tener una nueva casa, darle comida a los pájaros, regalarle a la perra su primer corte de pelo en su cumpleaños. Sabía que dentro de ti estaban todos aquellos deseos que no descubrí en la borra del café, sino con la memoria y las palabras, que fundían en una revelación cotidiana lo que era costumbre en contar nuestras ilusiones.

Las historias de los cuadros que estaban en tus paredes, esos a los que siempre llamaste La Revelación del Hombre, eran piezas famosas y tan queridas por ti, como aquel hombre que por vez primera en medio de un beso desenfrenado te agarró una nalga. ¿Cómo te sentiste? Recuerda que en esa oportunidad se fundieron las formas de las caricias y la experiencia futura. Al igual, había litografías por doquier, como aquella que decoraba la cocina: el viejo de barba blanca con la jarra de cerveza en la mano. Los platos acomodados en el estante, la comida dispuesta de la mejor manera para no sentir que faltaba algo, y, si faltaba, el mismo orden hacía que no pareciera: la comida invisible, como la llamamos alguna vez.

El piso de la casa, lleno de cerámicas con mosaicos, producía una expansión territorial que llegaba a los cuartos, al baño y a la cocina, que durante la tarde solo se usaba para hacer el café. La posición estática de todos los posillos en su colgador, mientras nuestros recuerdos se construían en el sofá, en el que solo cabíamos la perra, tú y yo; de pronto, pasaba tu mamá haciéndose la desentendida mientras daban los comerciales de la telenovela.

Sabía que durante tu infancia el guayoyo era lo que más te gustaba; una especie de liberación abstracta que sentías cuando hablabas con tus amiguitas, que te tildaban de comunicadora, y tan así fue que después te convertiste en moderadora exitosa de un programa de modas, con tu guayoyo en el escenario. Tus labios de cilantro estaban sazonados de todas las especias que usabas para hacer la comida, el pollo, la carne, la trucha, por lo que siempre fueron una buena experiencia a mi paladar. En todos los platos estabas tú, pero de verdad te encontraba en la sobremesa, en el instante cuando sonaba la cafetera eléctrica que le regalé a tu mamá. En ese momento se colaban nuestras pasiones.

Cuando iba al mercado muchas veces mandé a moler los granos; quería que cuando los tomaras sintieras la frescura del campo, para descubrir en él las ansias de nuestros besos desmedidos, después de tomarnos una taza; también te encontraba cuando iba a una panadería: el humo, el silbido de la máquina, me hacían ir a la parte más caliente del local; pedía uno, buscando tu fragancia desmesurada en este país tropical.

Al llegar a casa me ponía a pensar en la gloria del aroma y aparecía en mis personajes Jean-Baptiste Grenouille, en medio del Perfume; siempre supe que no sería como él. Pero tu olor me desmembraba a la vía láctea, y en esa suposición volteaba y miraba tu fotografía en el portarretrato que compré cuando fui a Estambul, y me daba una inquietud el pensar qué estarías haciendo. Hoy tu posillo en mi casa está limpio, lo vierto de guayoyo para beberte entre sorbos y una oscuridad clara.

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