Empanada de sirena


Era el mediodía de un día martes de júbilo nacional, cuando Rogelio estaba en la playa y tenía hambre. Andaba con poco dinero y pensaba quedarse hasta el jueves en la mañana porque el viernes, a primeras horas del día, tenía que resolver asuntos burocráticos en su trabajo.
Pasado un rato de indecisión, decidió caminar por la orilla de la playa; agarró su billetera, cerró la carpa y la dejó allí, abandonada. Caminaba y contemplaba el horizonte acuático. Ensimismado, sin importarle mucho lo que le pudiera suceder, estaba tranquilo y todo normal: el sol reluciente, el bronceado blancuzco, las palmas con sus cocos guindando y el hambre que se hacía más presente.
De repente, entre la distracción del largo caminar, llegó a un caserío donde algunas familias en la playa, entre la música disparada de los reproductores, la algarabía de los niños, los gritos esporádicos de las madres, los besos escondidos de los adolescentes, las cajas de cervezas de los viejos, cocinaban a la leña sus sancochos de festejo. A Rogelio, el olor de la sopa le alborotó el paladar, causándole un desvío para las casas, que había visto, buscando donde comer algo, parandose enfrente de una empanadería. Desde la entrada se veía el local aguamarina, tres mesas redondas, unos afiches de Marilyn Monroe, una nevera que tenía las puertas oxidadas.
Entró, se sentó sin preocupación, pidió una cola-cola y entre sorbos leía en la pared los distintos tipos de empanadas que vendían: de carne mechada, de cazón, de queso, de pollo, de calamar, de jamón y queso, de sirena.
Un tanto desconcertado le preguntó a la señora que atendía si tenía empanadas de sirena. Ella de contestó que sí, y que además estaban recién hechas.
- Deme una - le dijo Rogelio con una sonrisa extraña.
-Ya se la traigo - le dijo la señora, mientras él llevaba la bebida por la mitad.
Ella llegó con un plato de plástico blanco donde traía una empanada azul, de la que chorreaba un liquido amarillo. Rogelio, extrañado de semejante comida, le dio el primer mordisco. Le supo muy bien, pero se preguntó si esa empanada sería realmente de sirena. Mientras la comía, disfrutaba más que nunca del hecho de estar en la playa, en un pueblo desconocido donde nadie sabía quién era, ni en qué trabajaba. Al terminar de comerla, pidió la segunda, aunque ésta ahora era de color verde chorreando un líquido azul. A Rogelio se le veían los ojos brillantes cuando la mordía, parecía el último manjar de su vida. La señora seguía friendo más empanadas. Rogelio terminó de comerse la segunda y pidió la tercera, que venía mixta de colores, era azul y verde chorreando un líquido fucsia. Al terminar la tercera pidió la cuarta, que era de color salmón chorreando un líquido marrón; después la quinta que era de color amatista choreando un líquido rojo. Ya en la sexta, de color aguamarina chorreando un líquido del mismo color, se sentía lleno, sin embargo se comió otra.
Al pararse de la silla donde había estado sentado durante media hora, le pidió la cuenta a la señora. Ella le dijo que eran tres mil quinientos con el refresco. Rogelio le pagó. Salió del local y empezó a caminar de retorno adonde había dejado su carpa. Cuando llevaba quince minutos caminando, se empezó a sentir mal del estómago y a tener nauseas. No entendía lo que le pasaba, pero sabía que comer empanadas de sirena no era tan normal como comerse una de queso. Avanzó cinco minutos más y empezó a vomitar en la orilla de la playa. De su cuerpo salían líquidos de todos colores que pintaban los granos de arena. Al terminar, quedó muy débil y se recostó debajo de un cocotero. Pasó dormido más de cuatro horas y al despertar, vio a su lado una bella mujer que tenía de la barriga para abajo cuerpo de pez y la otra mitad de mujer radiante, adornada de perlas en el cuello; de ojos azules, de cabellos dorados, de escamas plateadas y de un cantar inimaginable. Rogelio, sorprendido, le preguntó que hacía ella allí. Ella le respondió que ahora él era su amo o su amante, o lo que quisiera hacer con ella, menos soltarla sola al mar porque moriría de amor. Él, desconcertado de su aparición, pero creyendo que lo que había expulsado se había transformado en una sirena, decidió cargarla con sus brazos hasta donde había dejado la carpa. Al llegar, la carpa ya no estaba en el mismo sitio. Alguien se la había robado y la sirena, mirándole la cara de preocupado, se reía. Rogelio no sabía qué hacer, tenía mil quinientos bolívares en la cartera, pero con eso no solventaba el regreso. Le preguntó a la sirena si tenía dinero que le prestara; ella le dijo que no, pero le habló de la posibilidad de que algún tritón le pudiera prestar. Rogelio no se explicaba qué era lo que ocurría: la aparición de la sirena, las empanadas de la señora, el préstamo a un tritón. De pronto pasó frente a él un señor vendiendo cervezas en una cava y, al ver a la sirena, le dijo a Rogelio: ¡Mijo sálvese!. Rogelio se confundió más. La sirena se fue arrastrando hasta la orilla y empezó a cantar una de sus canciones; Rogelio, escuchándola, quedó hipnotizado y se fue a donde estaba ella. Al sentarse a su lado, ella le agarró la mano y lo invitó a dar una paseo por el mar. Rogelio le respondió que era imposible porque no sabía nadar. Ella le dijo que sujetándola era suficiente para que no le pasara nada, y él accedió. La sirena y Rogelio se fueron acercando más a las profundidades del mar, hasta que se sumergieron por completo. Ellos más nunca salieron del fondo del océano.

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